Como me ocurre con tantos otros clásicos, tengo pendiente desde hace años la lectura de Historia de dos ciudades de Charles Dickens. Sus palabras proféticas todavía siguen de actualidad y a China le vienen como anillo al dedo: «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.»
Dejo de lado al bueno de Dickens y vuelvo al mundo terrenal de nuestro tiempo y a las historias de regresos a dos ciudades. Como acontece con tantos otros lugares, China tiene su propios contrastes entre la capital Pekín y la comercial Shanghai, ambas son dos cabezas del mismo dragón, pero sienten y miran desde prismas muy diferentes. Pekín y Shanghai no dejan indiferente a casi nadie, te pueden gustar o no, las puedes odiar más o menos, pero desde luego hacen a uno reflexionar, maravillarse y dudar. Como buenas megalópolis que son, pueden ser muy hostiles y con su enorme tamaño ponen al individuo al tamaño de la nada.
La diversidad que acontece entre dos ciudades es algo propio de muchos otros países, con acentuadas rivalidades que van asociadas a la política, al estilo de vida, al poder económico o a los estúpidos colores de su club de fútbol: Madrid y Barcelona en España, Lisboa y Oporto en Portugal, Saigón y Hanoi en Vietnam, Bangkok y Chiang Mai en Tailandia, Melbourne y Sydney en Australia, Tokyo y Osaka en Japón, Delhi y Mumbai en India o Manila y Cebú en Filipinas, son solamente algunos ejemplos de contrastes entre ciudades que vienen ahora mismo de forma sesgada a mi difusa mente
Regresaba de nuevo a Pekín emocionado y contento, con una curiosa sensación de euforia que me invade cada vez que vuelvo a China. Pese al cansancio del largo viaje intercontinental, me encontraba emocionado ante el acto de regresar a la capital del antiguo imperio del centro. Mientras esperaba en la fila para sellar el pasaporte, me vinieron muchas cosas a la mente, ya habían pasado media docena de años desde mi última vez en Pekín, y en algunas cosas parecía toda una vida.
Pensé sin poder evitarlo en que aquel viaje y en sus contrastes con el actual, de una salida de China por Pekín a una entrada, de un mágico viaje en tren con el romántico Transiberiano de fondo a una rutinaria llegada en avión, del ocio y la mochila a los rigores de una maleta para visitar clientes, de las zapatillas de deporte y las bermudas me trasladaba a mi yo de traje y zapatos elegantes, de las agradables temperaturas del verano pasaba al termómetro bajo cero de un incipiente y crudo invierno pekinés que estaba a punto de empezar.
China es uno de los ejemplos por antonomasia de la amas o la odias, y pese a todas sus cosas malas que son muchas, la China real y la imaginaria nunca han dejado de fascinarme. A veces trato de encontrar las razones para entender mi interés por el país, y la verdad es que no encuentro ninguna justificación razonable. Con China, la lógica no entra por ningún lado, a veces me convencen las fascinantes y lejanas historias de viajeros ilustres, o lo aparentemente imposible de su idioma que se acopla con la belleza atemporal de los hermosos símbolos escritos de su rico lenguaje.
China me fascina, cada vez que regreso al país me sucede lo mismo, mis sentidos se encienden en cada cien metros de calle, mis emociones palpitan en cualquier estación de tren y mi mente llama al corazón como queriendo dudar de si estamos ante una realidad palpable o no.
No me hace falta releer la libreta de notas par ver de nuevo las dos imágenes que me han quedado grabadas del presente viaje a Pekín y Shanghai. Ahora que estoy a miles de kilómetros y con la sosegada distancia del tiempo transcurrido, veo de nuevo sus rostros femeninos, el de la lectora de Pekín y las dos mendigas de Shanghai.
China y sus diferencias llegan al alma, al menos a la mía, y fue una vez más en rostros anónimos donde encontré la vida y la dureza de las historias reales en estado puro.
Allí. en las lejanas Pekín y Shanghai, el pasado se daba la mano con el presente y dejaba intuir el futuro, con sus fugaces vencedores y sus indefensos daños colaterales.
La niña no levantaba un palmo del suelo, la miré por casualidad al entrar en el metro de Pekín, y al instante sentí la cercanía propia de los compañeros de fatigas que tienen códigos comunes que van más allá del país y el idioma. Con su escasa década de vida mostraba un porte de elegancia especial, el libro que sostenía en las manos le daba todavía más brillo, su mirada y todos sus sentidos estaban inmersos en alguna historia que la alejaba de la hostilidad de un vagón de metro abarrotado. La niña miraba el libro embelesada y sonreía, mientras a su alrededor, decenas de personas miraban las pantallas de su teléfono móvil con rostros grises y anodinos. No la volveré a ver y todavía la recuerdo, aquella niña no paró de leer durante la docena de paradas que me llevaría a un desconocido hotel de Pekín. Salí del vagón y la volví a mirar, de alguna forma pude ver en aquella niña demasiadas cosas, quizá del futuro de China, de la esperanza del mundo y también de uno mismo asomado a la vida y a la aventura gracias a las páginas leídas.
Salí del tren rápido que me llevó de Pekín a Shanghai y pude reencontrarme de nuevo con la enormidad de una estación de tren que apenas recordaba. La escasa hora y media que transcurrió desde que puse el pie fuera del tren hasta que llegué al hotel me resultó un espacio de tiempo especialmente confuso y duro.
La mujer no aparentaba mucho más de treinta años, su rostro duro y desgastado mostraba las cicatrices del campo y la hostilidad de la gran ciudad. Acechaba inocentemente a la gente en busca de pequeñas monedas y lo hacía en el espacio que había creado alrededor de las máquinas expendedoras de metro. Como imaginé, no faltaron ni dos minutos de espera para que su rostro y modus operandi chocará contra el de una hermosa y elegante mujer a la que le calculé no menos de cincuenta años. La misma ciudad pero dos mundos alejados pensé, dos mujeres chinas dispares y los esperados gritos acabaron con la frugalidad del esperado desencuentro.
Sonidos metálidos de monedas golpeadas dentro de un recipiente, palabras en voz baja que se aproximan, susurros entre los viajeros del vagón donde me encontraba, la niña no llegaba quizá a la mayoría de edad y mostraba un pecho fuera y un bebé colgando de su regazo . Sus ropas rasgadas y sus pies descalzos avanzaban mirando el suelo y pasaron de largo sin tiempo a que pudiera darle unas monedas.
Salí del tren y pensé en China y en los recuerdos de otros viajes, pero durante días no pude sacarme del recuerdo a la niña de Pekín y a las dos mujeres de Shanghai….
Hoy la cita es: «La vida no se ha hecho para comprenderla, sino para vivirla» George Santayana
Todo es grande, la escala cambia ….
Gracias por compartir esos momentos. Hay veces que nos fascina un lugar o una cultura y no sabemos muy bien los motivos. Es parte de la magia 😀